Blog | Código 112

La sala amable

La niña juega con peluches. Hay varias estanterías, con varios muñequitos. La niña imagina que los muñecos, en sus manos, juegan a un pillao. La pequeña, de pocos años, hace que cada peluche alcance al otro y viceversa, saltando de sus rodillas a la estantería, de la estantería la mesita baja, con taburetes, especialmente para sus menudos cuerpos. 

La cámara amplía el plano. Entra más espacio.

Mientras la niña juega, en su mundo de peluches que corren y saltan, una mujer la mira. El cuarto, luminoso, tiene más muebles pensados para los pequeños. Una cocinita de juguete, hecha con materiales de conglomerado, pero a la que no le falta detalle, como su microondas pequeñito, su coqueto fregador y un horno debajo (es la de Ikea, sí, ya imaginaban). En la esquina de la escena se ven cojines por el suelo y una especie de tienda india para esconderse y aparecer de golpe gritando “¡UUUHHHH!”. Pero también hay una mujer en el plano. Viste de azul. Mira la niña con el rictus serio. Se diría que es su madre que la protege con la mirada. Es algo más. Está como enfada. Aprieta los dientes y se marca la mandíbula. En las manos aprieta unos documentos enrollados. En los hombros, la mujer lleva unos galones. Ahora mira hacia su derecha. 

El cámara percibe la mirada, abre el plano, vuelve a hacer foco. Es casi un gran angular. 

Ahora todo está desdibujado. La niña sigue ahí jugando, pero más lejos. La sala con muebles y juguetes infantiles no es tal, sino un rincón, grande y luminoso, pero un rincón de una sala funcionarial más fría y administrativa, donde se aprecia la mano fiel del Estado en comprar barato para funcionarios acostumbrados a no quejarse. Se ve un escudo policial. Ficheros con documentos por sellar. Viejos ordenadores.

La mujer que viste de azul con galones en los hombros y empuña un papel sigue mirando hacia su derecha, justo donde el plano incluye ahora a una mujer sentada entre grises mamparas, aturdida, ojerosa, replegada sobre sí misma, de mirada perdida y ligero temblor de dedos. Acaba de poner una denuncia por violencia de género, y siente que ha saltado al vacío porque el clavo al que se agarraba, sobre el precipicio, era el infierno doméstico sobre la tierra. Ella, en su conmoción, no sabe que acaba de dar el primer paso para salir de su pesadilla, y como si la agente de policía captase la metáfora de la que habla el cronista, se acerca a la denunciante y le da un abrazo que es más que un abrazo, es un asidero alado para tomar impulso salir volando a un mejor futuro.

El reportero gráfico apaga la cámara, recoge trípode y se va de la sala no sin antes echar un último vistazo a la niña y luego a la víctima, aún abrazada. Baja las escaleras de esta provisional (así se pensó y se construyó) y austera comisaría de distrito de El Carmen, en Murcia. Y piensa que la verdadera sala amable no la forman los muebles de juguetes, que también, sino que la verdadera amabilidad está más allá de esas estancias, y están en los corazones de los que allí trabajan.